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Fascinante, increíble, enigmática, o atemporal son sólo algunos de los adjetivos con los que se puede definir a Venecia, una ciudad maravillosa en la que es necesario perderse para poder empezar a conocerla.
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Un poco de historia nunca viene mal.

Visitar una nueva ciudad se convierte siempre en una experiencia especial y diferente. Todas las ciudades son distintas y cada una posee una personalidad propia que la hace única y al mismo tiempo la aleja de las otras, y es esto mismo lo que atrae a todo viajero, el descubrir cosas nuevas. Visitar una nueva ciudad supone por lo tanto conocer su presente pero sobre todo acercarse y adentrarse en su pasado. Por ello mismo siempre que se prevee visitar una nueva ciudad es necesario darse una vueltecita por los libros de historia del país o la ciudad para así poder sacarle el máximo partido y disfrutar lo máximo posible del viaje. 
Dicho y hecho pues. Informándose un poquito, y hoy en día con Internet no hay excusa, uno se entera de muchas cositas interesantes que ayudan a comprender muchos aspectos que caracterizan a la ciudad. Algunas de ellas es posible que suenen o ya las conozcamos, otras son nuevas y sorprendentes. Y es por eso precisamente por lo que es importantísimo adentrarse en la historia de la ciudad, ya que se consigue conocer el pasado y siempre se aprende algo. En realidad la vida no es más que un constante aprendizaje y un viaje no representa  otra cosa más que eso, el aprender mientras se camina. Pero mejor será no  seguir por ese camino filosófico o me pierdo.
Referirse a Venecia significa referirse a una gran potencia económica, naval, y sobre todo comercial que dominó los pequeños mares del Mediterráneo oriental (Adriático, Tirreno, Egeo, Mármara, etc.) durante casi casi un milenio, que no es poco. Las cosas en historia no suelen suceder por casualidad, y si fueron unos grandes navegantes fue entre otras cosas porque se vieron obligados a serlo por las circunstancias que la historia les impuso. 
La caída del Imperio Romano de Occidente a mediados del siglo V d.C. con la llegada de los pueblos bárbaros del centro y norte de Europa (Hunos, Godos, Normandos, etc...) fue el inicio de la "diáspora", de la huída, de aquellos otros pueblos que vivían en el norte de la península itálica y en las riberas del Adriático y no querían ser ocupados por los invasores. Así, obligados y empujados hacia el mar, poco a poco se fueron asentando en lo que hoy en día es la Laguna veneciana, un conjunto de islas dispersas y de poco interés para los nuevos ocupantes de la península. Ése es el origen remoto de Venecia. 
A partir de ese momento, los nuevos habitantes del archipiélago tuvieron que adaptarse al condicionamiento de vivir aislados y rodeados de agua, y lo hicieron de una forma admirable y sobre todo pragmática. Adaptaron su modo de vida al medio adverso que les había tocado vivir y se beneficiaron de los numerosos canales que abundan en la isla y constituían en un principio un impedimento y un problema para llevar una vida cotidiana y normal. Se aprovecharon perfectamente de esos handicaps y empezaron, poco a poco, a adaptar toda la ciudad al agua, de la que en poco se tiempo se habían convertido en dueños y señores.
Venecia, a diferencia de lo que sucedía en gran parte de Europa donde proliferaban los reinos monárquicos de carácter feudal y cada vez más absolutistas, se convirtió en una República independiente más o menos liberal, en la que el poder del pueblo, de la burguesía comercial, rica y permisiva, otorgaba el poder a un Duque, al Dux, que dirigía los designios de la ciudad. La máxima era clara: todo por el beneficio de Venecia. Y así, durante años y años, y duques y más duques, la política veneciana, expansionista, comercial, bélica, y diplomática, estuvo sostenida por esa idea de buscar siempre lo mejor para los intereses de la ciudad, y lo mejor para la ciudad no significaba otra cosa que dinerito fresco, dinerito contante y sonante, y por lo tanto riqueza para todos sus ciudadanos. La cosa salió bien y en pocos años La Sereníssima, como se la suele conocer también, conquistó los mares, los puertos, y las rutas comerciales de Oriente gracias a unos grandes conocimientos en el arte de la navegación, y gracias también a la existencia de unos astilleros cada vez más profesionales y eficaces, que producían embarcaciones rápidas, manejables, y resistentes, con gran celeridad. Así, la riqueza rápidamente empezó a inundar la isla. 
Las familias de mercaderes querían mostrar su poder económico y su estatus y pronto la ciudad no fue más que un escaparate de ostentación, con palacios por doquier, casas lujosas, e iglesias en todos lados, convirtiéndose así en un centro artístico de primer orden. El Gran Canal pasó de ser una simple calle de paso a un paseo en donde se exhibían todas esas mansiones, asemejándose mucho a los Boulevards franceses o al Paseo de Gracia o las Ramblas en Barcelona.  

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Venecia, la ciudad sin tiempo.

¿Cuántas veces a lo largo de nuestra vida hemos oído hablar de Venecia y de la magia que de ella se desprende? Seguramente miles de veces, y que el nombre de la ciudad ande constantemente de boca en boca e incluso se la llegue a comprar con la ciudad más romántica o la ciudad eterna, que si no estoy equivocado son París y Roma, no es un hecho gratuito, se debe a algo. Ese algo que la caracteriza y la define podría calificarse de distintas maneras, tantas como personas se refieran a ello, claro está, pero siendo yo el que escribe y teniendo por tanto la absoluta autoridad sobre las palabras que aquí se redactan, utilizaría el apelativo de embrujo. Venecia embruja desde el primer momento que se pisa ese suelo desnivelado y abaldonado que caracteriza sus calles, desde el momento en el que se cruza el Gran Canal por alguno de sus famosos puentes, o desde el momento que uno se pierde por alguno de sus numerosos callejones.
Pero tampoco hay que poetizar tanto y quizá sea mejor explicar directamente cómo nos las hemos arreglado por Venecia, pero no la Venecia bucólica o atormentada de las pinturas de Canaletto o Turner, no la Venecia erótica de Casanova, ni la Venecia alegre de Vivaldi, sino la Venecia del siglo XXI, la que se hunde e inunda inexorablemente día tras día en una crítica cuenta atrás, la Venecia que sufre el asedio constante y eterno del turismo masivo, o la Venecia que se engalana para recibir a las celebridades cinematográficas más inalcanzables.
Llegamos una noche alrededor de las 9 al Hotel Central de Mestre. Mestre es la población en tierra firme más cercana a la isla y ambas están unidas por el Ponte de la Libertà, construido, agarraos, por Benito, que no bendito, Mussolini, un representante nato de la democracia vamos... y muy chistoso al parecer viendo el nombre que le dio. Tiene 6 km y hasta que no lo construyeron no había manera de conectar la isla a la península a no ser que se hiciera en barca. El hotel no quedaba demasiado lejos de la estación de trenes y autobuses de Mestre por lo que no tardamos en dar con él. La sorpresa fue máxima al llegar a la recepción, pues un clon exacto de Flavio Briattore nos esperaba para hacernos la entrada. Nos dio la llave de la habitación y muy efusivo, benvenutto a Italia, por supuesto, nos indicó donde estaba nuestra habitación faltándole decir sólo eso de "Bravo Fernando!!".
La habitación más que correcta; limpia, espaciosa, y con baños increíbles, aunque éso no sea lo verdaderamente importante, pues ya se sabe que un buen viaje debería valorarse siempre en relación al tiempo que se pasa en el hotel, reflejando éste el nivel del disfrute de forma inversamente proporcional, y no a cómo de bonitas son las habitaciones. Para entendernos: más se disfruta cuanto menos se está en el hotel, independientemente de si tenemos piscina o un negro que nos abanique. Es cierto que podríamos haber pernoctado en la misma Venecia sin tener que desplazarnos a ella cada día en bus o tren durante unos 10 minutos, pero es cierto también que los precios de los hostalillos y pensiones más económicas se disparaban y preferíamos poder gastar la pasta en visitar lugares y edificios y comer como Dios manda, que dormir al lado de los canales.
Dormimos rápido y bien, como siempre, y a las 7 ya estábamos en pie, arreglándonos y dispuestos a plantarnos sobre las 8 u 8 y media en la ciudad. Nos costó poco llegar a la estación de tren de Mestre, nos sin antes hacer una parada técnica por el camino, para desayunar de forma contundente, pues aquí los croissanes y los café latte son generosos, buenísimos, y mucho más económicos que en la ciudad.  Una vez en el apeadero de Mestre sacamos el billete y cogimos el tren que en 5 minutos nos dejó en la Estazione de Santa Lucia, en la entrada noroeste de la ciudad, justo en uno de los extremos del Gran Canal, al lado del Ponte Nuovo, el del arquitecto español Santiago Calatrava. Si se coge el autobús se tarda un poco más y nos deja justo al otro lado del Canal, en la estación de buses de Piazzale Roma, al pie del otro extremo del susodicho puente por el cual, por cierto, rompo una lanza en su favor en relación a toda la polémica creada entorno a su construcción. Me parece un puente muy bien integrado en el paisaje veneciano, sencillo, con un gran simbolismo, pues viste desde abajo se asemeja al cascarón de una góndola, muy funcional, con escaleritas “humanas”, y estéticamente precioso sobre todo cuando se ilumina al anochecer.

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Burano, la obsesión fauvista.

Uno de los pueblecitos "imprescindibles" que nadie se puede perder en toda visita que se precie por la Laguna veneciana, es la colorista isla de Burano. Existen muchísimas islas en la zona entre las que destacan la conocidísima Murano, famosa sobre todo por la producción de finísimas piezas de cristal que son auténticas virguerías, además de realizarse también trabajos de artesanía variada, o la isla de Lido, famosa antaño por ser un centro vacacional y de descanso de la gente adinerada, y conocida actualmente por realizarse la Mostra de cine de Venecia, a la que acuden año tras año personalidades famosas del mundillo como Woody Allen, Scarlett Johanson, o Georges Cloney entre otros.
Pero si hay un lugar con encanto y donde la sensación que la vida es algo que debe tomarse con calma y tranquilidad, ésa es Burano, con B y no con M. Burano es un pueblecito de pescadores que se asienta en una  pequeña isla situada al norte de Venecia, a unos 40 minutos de navegación. Dicen que sus habitantes empezaron a pintar de colores chillones las fachadas de sus casitas cuando dejaron de distinguirlas desde la lejanía de la pesca y del mar adentro. De este modo podían saber dónde exactamente estaba su hogar y hacia dónde dirigir sus embarcaciones a la hora de volver. Quién sabe si también lo hacían para ver si sus señoras esposas estaban bien entretenidas durante la noche. La cuestión es que hoy en día, aunque los viejos inquilinos de la isla siguen dedicándose de forma mayoritaria a la pesca, el pueblo de Burano es conocido principalmente por su imagen cromática, por su colorido arbitrario y escasamente armónico.
Y es que Burano podría haber sido el sueño ideal de todo pintor fauvista de principios de siglo. Ya sabemos, el movimiento pictórico que se basa en la utilización ilógica e indiscriminada del color, que se convierte ahora en el verdadero protagonista de la pintura relegando al dibujo a un segundo plano. No me cuesta imaginarme a Vlaminck o Deráin dándose unos paseitos por las calles de la isla y enchufar el caballete para ponerse a trabajar en cualquier esquina. Estarían, como se suele decir, en su salsita.
El interés que tiene la isla se centra simplemente en su imagen cotidiana y peculiar. Realmente existen poco puntos de interés en la pequeña insula por lo que en un par de horitas o tres hay tiempo más que suficiente para darle varias vueltas. 
Después de coger el vaporetto en el barrio de Cannaregio, llegamos a Burano sobre las 10 y media aproximadamente, el día era soleado pero bastante frío; allá a lo lejos se veían los Alpes Dolomitas medio nevados de los que venía un vientecillo que pa qué. Afortunadamente el sol cada vez calentaba más y fuimos entrando en calor a medida que paseábamos por el pueblo. Cuatro calles, tres canales, y una placita con la iglesia correspondiente y su torre medio torcida, por supuesto, son los elementos básicos que conforman la villa. Así que, sin mucho que ver y siendo pequeño el lugar, decidimos perdernos sin tener una ruta prevista, parando en los puentecicos más chulos, metiéndonos en las tiendecitas de vieja a comprar queso parmegiano, y dejándonos simplemente llevar. 

NON FINITO...
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El laberinto del Minotauro.

Venecia es una ciudad relativamente pequeña y a decir verdad es una ciudad urbanísticamente caótica y desorganizada. Es una ciudad nacida de manera más o menos espontánea y sin ningún tipo de control aparente, por lo menos en un principio, en su origen. Por ello la sensación que cualquier visitante tiene al andar por sus calles es la de estar en un auténtico laberinto. Es imposible poder guiarse por uno mismo sin atender a los cartelitos y las indicaciones, que afortunadamente a algún iluminado se le ocurrió ir colocando aquí y allá, evitando perder fácilmente la noción del espacio. Y es quizá esta sensación, el no poder controlar y acabar la ciudad, el tener un mapa y verse obligado a dejarlo de lado y deambular sencillamente, lo que hace de Venecia un lugar original y con un encanto especial. 
Para descubrir Venecia verdaderamente uno tiene que perderse por el laberinto que conforman sus calles y vagar sin ningún tipo de prisa por los centenares de puentes y canales que la trazan. Es curiosísimo sentir como abandonamos Venecia, la ciudad turística y típica, si nos apartamos un tan sólo un par de calles de la principal. Es entonces donde el ajetreo deja lado a las pequeñas placitas con antiguos pozos, abuelas tomando la fresca o el sol, y niños dando pelotazos a las gastadas paredes de edificios e iglesias centenarias. La sensación de estar en un lugar más auténtico y menos artificial es clara. Además suele ser el mejor lugar para encontrar buenas Tratorias u Osterías, tabernillas y baretos tradicionales, para echar unos vinitos y unas tapitas a la italiana a buen precio y con mejor calidad que en cualquier lugar del centro. 
Uno de los posibles peligros que se pueden encontrar en adentrarse en callejuelas de este tipo, pequeñas y laberínticas, es la suciedad. Y no hablo por haber encontrado las calles sucias, nada de éso, todo lo contrario. Cuando la gran mayoría de personas que visitaban Venecia me contaban que era una ciudad sucia en sus calles y sus canales, y que además olía mal, no lo sé, casi que no lo podía creer, no me cuadraba la imagen idílica de Venecia que tenía en la cabeza y lo que me explicaban. Afortunadamente, puedo decir ahora, después de visitarla, todo lo contrario. Venecia es una ciudad muy bien cuidada y limpia, tanto en las calles y canales principales como en los callejones y canalillos secundarios. 

SENSE ACABARE...